"El talgo es un gusano de tebeo que se balancea como un condenado y a veces, demasiadas, parece como que tropieza con un pedrusco y suelta un grito, seco, de chatarra dolorida."
JOAN DE SAGARRA escribió: escrigué:
LA TERRAZA
Viaje en talgo
- 14/01/2007
Cuando se inauguró el talgo, era una preciosidad de tren; hoy es un tren viejo, tristón, dejado de la mano de Dios
El martes, 8 de enero, fue mi cumpleaños y mi mujer y yo nos fuimos a festejarlo con una cena en Aviñón. Como no tengo coche, ni conduzco (sé conducir pero jamás me he tomado la molestia de sacarme el carnet), mi manera habitual de ir a Aviñón siempre ha sido en tren. De jovencito, iba a la ciudad de los Papas con los viejos trenes franceses (había que cambiar de tren en la frontera), y luego fui y sigo yendo con el talgo. Hasta hace unos años, el talgo me dejaba en la misma estación de Aviñón, pero actualmente se detiene en la estación de Montpellier y allí hay que coger otro tren que te lleva a Aviñón en una hora.
El talgo que va a Montpellier sale de la estación de Francia a las 8.45 de la mañana. A las 8.15 me instalo en la barra del restaurante de la estación, me tomo un café, enciendo un purito - un Montecristo del 5- y me quedo contemplando la sala un tanto imponente del restaurante que a esas horas está prácticamente vacía, y me acuerdo de cuando el restaurante lo regentaba el viejo Regàs, el abuelo de Rosa y de Oriol, y la sala estaba animadísima a todas horas y se comía más que decentemente. A las 8.30 h me dirijo a la vía 6, donde se halla el talgo, pero antes tengo que pasar el control de equipaje, mucho menos riguroso que el que se practica ahora en los aeropuertos nacionales. Lo paso en un periquete, compro unos periódicos y me instalo en el asiento de mi vagón. Somos siete pasajeros. El tren sale puntual, ni un minuto antes ni un minuto después, y la voz acaramelada de una señora nos da la bienvenida y nos informa, en castellano, catalán y francés, del destino del tren y de las estaciones donde se detendrá, las cuales nos serán anunciadas a su debido tiempo.
Cuando se inauguró el talgo, hace un montón de años, era una preciosidad de tren. Era un tren de película de colores que cruzaba una España, una parte de España, todavía en blanco y negro. Hoy, el talgo es un tren viejo, tristón, dejado de la mano de Dios. En mi vagón, el extintor de incendios está colocado en el suelo, entre un asiento y la puerta de acceso. Parece - ¡brrr!- una maleta abandonada. En el lavabo escasean las toallitas de papel. Antes de llegar a Girona, me voy al bar a tomarme otro café y comer alguna cosilla. Pido un bocadillo de jamón serrano y queso (4,30 euros). La chica me dice que me tendré que esperar, porque el microondas es un modelo antiguo y tarda un poquito en calentarse (tardó 8 minutos). Mientras se calienta el viejo microondas pido un whisky, un JB (el único que hay), que me sirven en un vasito de plástico (4 euros). Los cristales del vagón bar están sucios. La chica es amable y parece hacerse cargo del degradado escenario que gobierna.
El talgo es un gusano de tebeo que se balancea como un condenado y a veces, demasiadas, parece como que tropieza con un pedrusco y suelta un grito, seco, de chatarra dolorida. El talgo cruza la frontera, con dificultad, y se detiene en la estación francesa de Cerbère. Ése es el momento en que más de un pasajero aprovecha para bajar al andén y fumarse un pitillo. La jefa de la estación de Cerbère es una chica joven, con gafas y el pelo rubio, teñido, con coleta. Lleva una gorra blanca y dos policías jóvenes, mujeres como ella, con pistolas al cinto, bromean acerca de su gorrita. El talgo llega a Montpellier a las 13.16 h. Allí se detiene, en la vía E, donde las señoras de la limpieza lo adecentan un poquito y cuando han terminado su trabajo, lo abandonan dejando abiertas las puertas de los vagones. El talgo, ese mismo tren, sale de la estación de Montpellier a las 17.03 h y llega a Barcelona a las 21.45 h. Algún que otro pasajero sube a él una hora antes de la salida, se instala en su asiento y echa una siestecita. Eso me lleva a pensar que, como en la estación de Montpellier no hay control de equipajes, un terrorista podría muy bien dejar una bomba en el tren - escondida en el microondas- y largarse sin que nadie se percatase de ello. ¿Por qué no hay control de equipajes en el Euromed que sale de la estación de Sants con destino a Alicante y en cambio sí lo hay en la estación de Alicante para coger el Euromed con destino a Barcelona? Me disculparán que insista sobre ese punto, pero es que a mí me afecta mucho todo lo relacionado con el terrorismo. Hasta decirles que añoro aquellos policías italianos que, metralleta en mano, me despertaban a gritos, a las tres de la madrugada, en mi compartimiento del talgo Barcelona-Milán, y me soltaban un perrazo en la cama para ver si escondía en ella drogas, bombas o unas morcillas de cebolla.
El trayecto de regreso con el talgo es algo más entretenido que el viaje de ida. El pasaje es más numeroso, pero se corre el riesgo de quedarse uno sin whisky. Por la sencilla razón de que no reponen la bodeguilla en Montpellier. Eso ya me ocurrió una vez en el talgo Barcelona-Ginebra. A la ida me tomé cuatro o cinco copas y al regreso, en el mismo tren, al ir a pedir mi primer whisky el barman me dijo: "Lo siento mucho, pero se los tomó usted todos en el viaje de ida". No reponían el whisky en Ginebra porque les salía más caro que en Barcelona. ¿Ocurrirá igual en Montpellier?
Otra de las diversiones del viaje de regreso es cuando la policía española te pide la documentación. Para entrar en Francia, con el talgo, los franceses no te piden que muestres ningún papel, pero para entrar en España la policía sí que te lo exige. Eso ocurre en la estación de Portbou, y la inspección puede durar una eternidad. Como contrapartida, uno tiene la posibilidad de descender al andén y fumarse un puro como Dios manda. E incluso irse al bar a tomarse aquel whisky que no le sirvieron en el vagón bar. El talgo, como les decía, es un tren viejo, tristón y dejado de la mano de Dios, pero sigue siendo un tren entrañable. Tan entrañable, que cuando llegue el AVE es muy probable que lo eche a faltar.
En Aviñón nos fuimos a cenar a La Fourchette, un restaurante de la rue Racine, junto al teatro, donde se practica aquella cocina que tanto le gustaba al gran Curnonsky, el proclamado príncipe de los gastrónomos. "La cuisine - decía Curnonsky-, c´est quand les choses ont le goût de ce qu´elles sont". Y en La Fourchette la brandada de bacalao y los riñones de cordero saben a eso, a bacalao y a cordero. Todo ello regado con un Côtes du Rhône, un tinto reserva, y de postre unas mandarinas, clementinas de Córcega, confitadas, riquísimas. Un menú de 30 euros (vino aparte). En La Fourchette el servicio es excelente y además cuentas con la cariñosa compañía de Bill,el perrito mascota del local, que corre de mesa en mesa acariciando las piernas de los comensales. Al salir de La Fourchette, uno puede escoger entre instalarse en la terraza, con calefacción, de Lou Mistrau, en la plaza del Horloge, o irse al bar de La Mirande a tomarse un viejo Armagnac, de la bodega del señor Laberdolive, y fumarse un robusto de Ramón Allones mientras Billie Holiday canta Lover man . Nosotros nos fuimos al bar de La Mirande, luego de un corto y emotivo paseo por las callejuelas solitarias que rodean el palacio de los Papas y que llevan los nombres de Jean Vilar, Daniel Sorano y Gérard Philipe.
A la mañana siguiente fuimos al mercado y compramos alcachofas, échalottes,zanahorias blancas y moradas y olivas de todas las clases. Hicimos el aperitivo en una terraza de la plaza rodeados de unos plátanos impresionantes, con un sol espléndido. Luego compramos unos libros, unos discos y unas botellas de vino. Y, la mar de felices, nos fuimos al pub irlandés de la estación de Aviñón, a zamparnos unas chuletas con unas jarras de cerveza y aguardar al tren que nos llevaría a Montpellier y de allí, al talgo que nos devolvería a Barcelona.
P. S. A mi gato Maurizio le han encantado las olivas, sobre todo las negras, de la Provenza. Y ha empezado a leer la última novela de Fred Vargas. Policiaca, como a él le gustan.